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viernes, 22 de mayo de 2015

“HISTORIA DEL SUEÑO DEL PONGO”

“EL SUEÑO DEL PONGO”
AUTOR: JOSÉ MARÍA ARGUEDAS

“HISTORIA DEL SUEÑO DEL PONGO”

Un hombrecito se encaminó a la casa-hacienda de su patrón. Como era siervo iba a cumplir el turno de pongo[4]de sirviente en la gran residencia. Era pequeño, de cuerpo miserable, de ánimo débil, todo lamentable; sus ropas viejas.
El gran señor, patrón de la hacienda, no pudo contener la risa cuando el hombrecito lo saludo en el corredor de la residencia.¿Eres gente u otra cosa? – le preguntó delante de todos los hombres y mujeres que estaban de servicio.
Humillándose, el pongo contestó. Atemorizado, con los ojos helados, se quedó de pie.¡A ver! – dijo el patrón – por lo menos sabrá lavar ollas, siquiera podrá manejar la escoba, con esas sus manos que parece que no son nada. ¿Llévate esta inmundicia! – ordenó al mandón de la hacienda.
Arrodillándose, el pongo le besó las manos al patrón y, todo agachado, siguió al mandón hasta la cocina.
El hombrecito tenía el cuerpo pequeño, sus fuerzas eran sin embargo como las de un hombre común. Todo cuanto le ordenaban hacer lo hacía bien. Pero había un poco como de espanto en su rostro; algunos siervos se reían de verlo así, otros lo compadecían. “Huérfano de huérfanos; hijo del viento de la luna debe ser el frío de sus ojos, el corazón pura tristeza”, había dicho la mestiza cocinera, viéndolo.
El hombrecito no hablaba con nadie; trabajaba callado; comía en silencio. Todo cuanto le ordenaban, cumplía. “Sí, papacito; sí, mamacita”, era cuanto solía decir.
Quizá a causa de tener una cierta expresión de espanto, y por su ropa tan haraposa y acaso, también porque quería hablar, el patrón sintió un especial desprecio por el hombrecito. Al anochecer, cuando los siervos se reunían para rezar el Ave María, en el corredor de la casa-hacienda, a esa hora, el patrón martirizaba siempre al pongo delante de toda la servidumbre; lo sacudía como a un trozo de pellejo.
Lo empujaba de la cabeza y lo obligaba a que se arrodillara y, así, cuando ya estaba hincado, le daba golpes suaves en la cara.Creo que eres perro. ¡Ladra! – le decía.
El hombrecito no podía ladrar.Ponte en cuatro patas – le ordenaba entonces-
El pongo obedecía, y daba unos pasos en cuatro pies.Trota de costado, como perro – seguía ordenándole el hacendado.
El hombrecito sabía correr imitando a los perros pequeños de la puna.
El patrón reía de muy buena gana; la risa le sacudía todo el cuerpo.¡Regresa! – le gritaba cuando el sirviente alcanzaba trotando el extremo del gran corredor.
El pongo volvía, corriendo de costadito. Llegaba fatigado.
Algunos de sus semejantes, siervos, rezaban mientras tanto el Ave María, despacio, como viento interior en el corazón.¡Alza las orejas ahora, vizcacha! ¡Vizcacha eres! – mandaba el señor al cansado hombrecito. – Siéntate en dos patas; empalma las manos.
Como si en el vientre de su madre hubiera sufrido la influencia modelante de alguna vizcacha, el pongo imitaba exactamente la figura de uno de estos animalitos, cuando permanecen quietos, como orando sobre las rocas. Pero no podía alzar las orejas.
Golpeándolo con la bota, sin patearlo fuerte, el patrón derribaba al hombrecito sobre el piso de ladrillo del corredor.Recemos el Padrenuestro – decía luego el patrón a sus indios, que esperaban en fila.
El pongo se levantaba a pocos, y no podía rezar porque no estaba en el lugar que le correspondía ni ese lugar correspondía a nadie.
En el oscurecer, los siervos bajaban del corredor al patio y se dirigían al caserío de la hacienda.¡Vete pancita! – solía ordenar, después, el patrón al pongo.
Y así, todos los días, el patrón hacía revolcarse a su nuevo pongo, delante de la servidumbre. Lo obligaba a reírse, a fingir llanto. Lo entregó a la mofa de sus iguales, los colonos*.
Pero… una tarde, a la hora del Ave María, cuando el corredor estaba colmado de toda la gente de la hacienda, cuando el patrón empezó a mirar al pongo con sus densos ojos, ése, ese hombrecito, habló muy claramente. Su rostro seguía un poco espantado.Gran señor, dame tu licencia; padrecito mío, quiero hablarte – dijo.
El patrón no oyó lo que oía.¿Qué? ¿Tú eres quien ha hablado u otro? – preguntó Tu licencia, padrecito, para hablarte. Es a ti a quien quiero hablarte – repitió el pongo.Habla… si puedes – contestó el hacendado.Padre mío, señor mío, corazón mío – empezó a hablar el hombrecito -. Soñé anoche que habíamos muerto los dos juntos; juntos habíamos muerto.¿Conmigo? ¿Tú? Cuenta todo, indio – le dijo el gran patrón.Como éramos hombres muertos, señor mío, aparecimos desnudos. Los dos juntos; desnudos ante nuestro gran Padre San Francisco.¿Y después? ¡Habla! – ordenó el patrón, entre enojado e inquieto por la curiosidad.Viéndonos muertos, desnudos, juntos, nuestro gran Padre San Francisco nos examinó con sus ojos que alcanzan y miden no sabemos hasta qué distancia. A ti y a mí nos examinaba, pensando, creo, el corazón de cada uno y lo que éramos y lo que somos. Como hombre rico y grande, tú enfrentabas esos ojos, padre mío.¿Y tú?No puedo saber cómo estuve, gran señor. Yo no puedo saber lo que valgo.Bueno, sigue contando.Entonces, después, nuestro Padre dijo con su boca: “De todos los ángeles, el más hermoso, que venga. A ese incomparable que lo acompañe otro ángel pequeño, que sea también el más hermoso. Que el ángel pequeño traiga una copa de oro, y la copa de oro llena de la miel de chancaca más transparente”.¿Y entonces? – preguntó el patrón.
Los indios siervos oían, oían al pongo, con atención sin cuenta pero temerosos.
Dueño mío: apenas nuestro gran Padre San Francisco dio la orden, apareció un ángel, brillando, alto como el sol; vino hasta llegar delante de nuestro Padre, caminando despacio. Detrás del ángel mayor marchaba otro pequeño, bello, de luz suave como el resplandor de las flores. Traía en las manos una copa de oro.¿Y entonces? – repitió el patrón.“Angel mayor: cubre a este caballero con la miel que está en la copa de oro; que tus manos sean como plumas cuando pasen sobre el cuerpo del hombre”, diciendo, ordenó nuestro gran Padre. Y así, el ángel excelso, levantando la miel con sus manos, enlució tu cuerpecito, todo, desde la cabeza hasta las uñas de los pies. Y te erguiste, solo; en el resplandor del cielo la luz de tu cuerpo sobresalía, como si estuviera hecho de oro, transparente.Así tenía que ser – dijo el patrón, y luego preguntó:¿Y a ti?Cuando tú brillabas en el cielo, nuestro Gran Padre San Francisco volvió a ordenar: “Que de todos los ángeles del cielo venga el de menos valer, el más ordinario. Que ese ángel traiga en un tarro de gasolina excremento humano”.¿Y entonces?Un ángel que ya no valía, viejo, de patas escamosas, al que no le alcanzaban las fuerzas para mantener las alas en su sitio, llegó ante nuestro gran Padre; llegó bien cansado, con las alas chorreadas, trayendo en las manos un tarro grande. “Oye viejo – ordenó nuestro gran Padre a ese pobre ángel -, embadurna el cuerpo de este hombrecito con el excremento que hay en esa lata que has traído; todo el cuerpo, de cualquier manera; cúbrelo como puedas. ¡Rápido!”. Entonces, con sus manos nudosas, el ángel viejo, sacando el excremento de la lata, me cubrió, desigual, el cuerpo, así como se echa barro en la pared de una casa ordinaria, sin cuidado. Y aparecí avergonzado, en la luz del cielo, apestando…Así mismo tenía que ser – afirmó el patrón. – ¡Continúa! ¿O todo concluye allí?No, padrecito mío, señor mío. Cuando nuevamente, aunque ya de otro modo, nos vimos juntos, los dos, ante nuestro Gran padre San Francisco, él volvió a mirarnos, también nuevamente, ya a ti ya a mí, largo rato. Con sus ojos que colmaban el cielo, no sé hasta qué honduras nos alcanzó, juntando la noche con el día, el olvido con la memoria. Y luego dijo: “Todo cuanto los ángeles debían hacer con ustedes ya está hecho. Ahora ¡lámanse el uno al otro! Despacio, por mucho tiempo”. El viejo ángel rejuveneció a esa misma hora; sus alas recuperaron su color negro, su gran fuerza. Nuestro Padre le encomendó vigilar que su voluntad se cumpliera.
(*) Indio que pertenece a la hacienda.



El juicio del gallo y el pucu pucu

“HISTORIA DEL SUEÑO DEL PONGO”


Cuentan que, desde tiempos inmemoriales, el pucu-pucu, era el único encargado de anunciar la hora. Al escuchar su canto, todos se levantaban, se acostaban, almorzaban, o realizaban otras actividades. Un día, de lejanas tierras, llegó el gallo quien con voz estentórea comenzó a realizar la misma tarea. La presencia del extranjero hizo que el pucu-pucu presintiera el final de su privilegio.
Celoso, el pucu-pucu, interpuso una denuncia ante el juez, acusando al gallo que usurpador y pidiendo se respeten sus derechos, presentó como pruebas todos los documentos que acreditaban, desde épocas remotas, su prerrogativa de ser el único anunciador del tiempo. El ratón que había observado este trámite, tomó nota de todo. Ante esta denuncia, el junto Juez dispuso que el gallo compareciera a responder la demanda, trayendo consigo, si los poseía, los papeles que justificasen sus actos y su presencia.
Al día siguiente, el ratón vio que el gallo paseaba tranquilamente, llevando dos taleguillas llenas de tostado. Se le acercó y con la boca hecha agüita, pues este alimento encantaba a su paladar le dijo:Yo sé algo que te interesa mucho. Dame ese rico tostado y lo sabrás.
La propuesta le interesó al gallo que con prontitud le alcanzó un puñado de su fiambre. Después de saborear una porción del tostado, y ante las exigencia del ave, el ratón contó todo lo que había visto y escuchado en el despacho del juez; haciéndole notar el peligro que corría por ser extranjero y el derecho inmemorial que amparaba al pucu-pucu. El gallo se puso triste con la noticia.No te preocupes, le dijo el ratón – aprovechando el momento – yo te voy a ayudar, pero. tú sabes, en esta vida todo tiene precio. Dame todo tu tostado y yo me encargaré de desaparecer todas las pruebas que ha presentado el pucu-pucu.¡Llévate las dos talegas! – respondió entusiasmado, el gallo, entregándole todo el tostado que traía. El roedor, muy contento, las recibió sin disimular su ambición, y se fue apresuradamente, no sin antes decir:Pierde cuidado, ¡todo se arreglará¡… ¡las pruebas desaparecerán!
Por la noche, sigilosamente el roedor ingresó por una rendijita a las oficinas del juez y buscando diligentemente, por todos los rincones, encontró los documentos y, royendo y royendo pacientemente, los hizo desaparecer, de este modo quedaron destruidas las pruebas que acreditaban el derecho que asistía al pucu-pucu. -¡Ya está! ¿Alguien me habrá visto? – dijo, sonriendo y, ufano y sin pizca de remordimiento se marchó, seguro de haber cumplido su promesa.
El día fijado concurrieron ante el juez ambos litigantes. La autoridad, luego de tomarles su manifestación, pidió a cada uno que presentasen los documentos que prueben su derecho. El gallo no los tenía y el pucu-pucu, afirmaba haberlos dejado en el despacho oportunamente. Como éstos, no aparecían por ningún lado, el juez determinó que ambos se sometieran a una prueba: ¡anunciar la madrugada la finalizar esa noche! El juez se encargaría de controlar la exactitud con que lo hacían para dictar sentencia. El pucu-pucu, sorprendido y con la desesperación de la injusticia, no tuvo más remedio que aceptar; pero se hallaba tan preocupado y alterado por la rabia de saberse víctima de semejante atropello que se marchó silencioso a su nido.¡Pucuy, pucuuy, pucuuuy!- cantaba desentonadamente y a cada momento en su afán de no perder la prueba, -¡Pucuy, pucuuy, pucuuy! – molestaba la constancia de su canto, -¡Pucuy, pucuuy pucuuuy!-, su destemplada voz, irritaba al juez y a todos los vecinos. Nadie pudo dormir aquella noche por la impertinencia del nervioso.-¡Cocorocooo!, cantó el gallo al clarear el alba seguro de sí mismo, luego de haber dormido tranquilamente. Así, orgulloso, anunció el amanecer, luego de batir sus potentes alas.Al día siguiente volvieron a presentarse ante el Justo Juez, quien ceremoniosamente, dictó sentencia. El pucu-pucu había perdido. En vez de anunciar la hora oportunamente, había interrumpido el sueño de los demás, mientras que el gallo lo hizo con exactitud. Esto lo autorizaba a seguir anunciando los amaneceres.Se consumó, de esta manera, gracias a la complicidad leguleyesca del ratón, la usurpación de los derechos que había tenido, por tantos siglos, tantas generaciones de pucu-pucus.Cada quien se fue a su casa. El gallo ufano y muy contento, íntimamente agradecido para el ratón. El pucu-pucu, triste y cabizbajo, sin hallar al explicación de su desgracia, pensando únicamente en la venganza como remedio.

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